diciembre 21, 2012





¿Tenemos una patria nueva? 

ÓSCAR LUCIEN

@olucien




¿Quién me paga las hallacas?" se lamentaba amargamente la vecina mientras subíamos, con el auxilio de una milagrosa pluma-linterna que pescó de su nutrida cartera, los pisos que nos conducían a nuestros hogares. Nos esperaba una larga noche, a oscuras, cortesía de Corpoelec, aunque para ser sincero, en la mañana había visto una iguana en el parque cercano a nuestro vecindario. Mientras subía, adivinando el trayecto detrás de mi amiga, me vino en mente el pequeño detalle de que no contaría con una relajante ducha; cuando no hay luz no hay agua. Pensé también en mis hallacas en la nevera, pero mi preocupación mayor era de otro orden: cómo escribir esta notas que el lector tiene la amabilidad de estar leyendo en este momento y que debía consignar a primera hora de la mañana siguiente.

Minutos después, recuperado de los nueves pisos correspondientes, experimenté, literalmente, lo que consagra la expresión "quemarse las pestañas" a medida que escribía el borrador que buscaría transcribir al día siguiente cuando volviera a la civilización. Aunque rondaba varias ideas, la interrogante se impuso y el desgaste de la vela fue la medida para estimar que cuanto había borroneado contenía los caracteres que me exige el periódico: ¿Tenemos una patria nueva? Fuera de la onerosa campaña propagandística en los medios del Estado, el anuncio oficial de que tenemos una patria nueva lo dio el comediante-Presidente el sábado 8 de diciembre en un repentino e imprevisto regreso a Venezuela luego de varios días en La Habana en exámenes preoperatorios. El poco ortodoxo retorno, dada la anunciada gravedad del caso, sumado a la opacidad con la cual se maneja la información sobre la salud del jefe del Estado, refuerza la percepción de muchos venezolanos de estar ante un perverso programa de manipulación urdido por los hermanos Castro, especialistas en la materia, y que la presencia de Chávez tenía un mero propósito electoral: apoyar a los candidatos de su partido que concurrían a elecciones una semana después, a la vez que sofocaba el avispero interno que su eventual ausencia, temporal o absoluta, pueda desencadenar. Pero lo relevante para mí, más inclinado a pensar que lo de la enfermedad del Presidente sí tiene dimensiones de altísima gravedad, fue su afirmación eufórica: ¡Tenemos una patria nueva! ¿Tenemos una patria nueva? ¿Tiene sentido hablar de patria nueva cuando se está tan subordinado a los intereses ideológicos, políticos y económicos de Cuba? Seguramente sí, para alguien que ha preferido la propia isla para encarar su comprometida salud. Sin sumergirnos en aguas demasiado profundas, la patria, para quienes nacimos después de la segunda mitad del siglo pasado, forma parte del ADN de la nacionalidad, es inherente a la cultura de la democracia y a la vida de la república.

La mera idea de una "patria nueva" me resulta grandilocuente y excesivamente narcisista. La "patria nueva" que nos vende la propaganda oficial es excluyente y discriminatoria, valedera sólo para quienes adhieren el ideario del partido de gobierno a quienes Chávez concede la condición de patriotas. La "patria nueva" es una cháchara irritante que contrasta con la precariedad de nuestra calidad de vida, con los constantes apagones, la falta de agua en las barriadas populares, la violencia impune que acaba o mutila a nuestros jóvenes. ¿Tenemos una patria nueva? Para nuestra desgracia, la que tolera el espectáculo grotesco de oficiales del Alto Mando militar en su destemplado y fuera de lugar juramento de lealtad absoluta a Hugo Chávez, cuando la Constitución determina claramente que la Fuerza Armada Nacional es un componente profesional y que en el desempeño de sus funciones se debe a la nación y en ningún caso a persona o parcialidad política alguna. O bien, que otro rasgo de esa "patria nueva" con la rezadera a toda hora, sea la comunión antinatura de religión con profesión de fe comunista.

La premiación a la Unión Europea con el premio Nobel de la Paz por su contribución a la consolidación de ese espacio común de todos esos pueblos que abogan por una ciudadanía más universal, me hace más intraficable la idea de una patria nueva tutelada por militares subordinados una persona y no al imperio de lo civil y de la Constitución. Nuestro país transita un momento delicado de su vida institucional por las complicaciones de salud del Presidente de la República. Conviene a las fuerzas políticas, del Gobierno y de la oposición crear las condiciones para un diálogo sustentado en los principios, garantía y derechos de la Carta Magna. La insistencia, así sea propagandística de una patria socialista (la ¿patria nueva?) que no está en la Constitución no puede sino generar turbulencias innecesarias.

EL NACIONAL - VIERNES 21 DE DICIEMBRE DE 2012

diciembre 18, 2012


La indiferencia
Antonio Gramsci

La indiferencia es en realidad el más poderoso resorte de la historia. Pero al revés. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto de valor general puede engendrar, no se debe enteramente a la iniciativa de los pocos que actúan, sino también a la indiferencia, al absentismo de muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunos quieren que se produzca, cuanto porque la masa de los ciudadanos abdica de su voluntad y deja hacer, deja que se agrupen los nudos que luego solamente la espada podrá cortar; deja que lleguen al poder unos hombres que luego sólo un levantamiento podrá derribar.
La fatalidad que parece dominar la historia es precisamente la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Hay hechos que maduran en la sombra porque unas manos no vigiladas por ningún control tejen la tela de la vida colectiva y la masa permanece en la ignorancia. Los destinos de una época son manipulados según visiones limitadas y según los fines inmediatos de pequeños grupos activos, y la masa de los ciudadanos lo ignora. Pero los hechos que han madurado salen a la luz, la tela tejida en la sombra llega a término, y entonces parece que la fatalidad lo domine todo y a todos, que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción volcánica, un terremoto del que todos son víctimas: el que ha querido y el que no ha querido, el que sabía y el que no sabía, el que se había mostrado activo y el que había permanecido indiferente. Y este último se irrita; quisiera sustraerse a las consecuencias, que se viera claramente que él no ha querido, que es irresponsable. Algunos lloriquean piadosamente; otros blasfeman obscenamente, pero ninguno, o pocos, se pregunta: si hubiera cumplido yo también con mi deber de hombre, si hubiera tratado de hacer oír mi voz, mi opinión, mi voluntad, ¿no habría pasado lo que ha pasado? Nadie, o muy pocos, se atribuyen la culpa de su indiferencia, de su escepticismo, de no haber dado su apoyo material y moral a los grupos políticos y económicos a los que combatían precisamente para evitar aquel mal, por no procurar el bien que se proponían. Otros prefieren, en cambio, hablar de fracaso de las ideas, de programas hundidos definitivamente y de otras amenidades parecidas. Continúan en su indiferencia, en su escepticismo. Mañana reanudarán su vida de absentismo de toda responsabilidad directa o indirecta. Y no puede decirse que no vean claras las cosas, que no sean capaces de dibujar hermosísimas soluciones para los problemas más inmediatamente urgentes, o para los que requieren mayor preparación, más tiempo, pero que son igualmente urgentes. Pero estas soluciones permanecen hermosamente infecundas, y esta aportación a la vida colectiva no está animada por luz moral alguna; es consecuencia de cierta curiosidad intelectual, no de un agudo sentido de la responsabilidad histórica que exige a todos que sean activos en la vida, en la acción, y que no admite agnosticismos ni indiferencias de ninguna clase. Por esto es necesario educar esta nueva sensibilidad: hay que acabar con los lloriqueos inconcluyentes de los eternos inocentes. Hay que pedir cuentas a todo el mundo de cómo ha cumplido la tarea que la vida le ha señalado y le señala cotidianamente, de lo que ha hecho y especialmente de lo que no ha hecho. Es preciso que la cadena social no pese solamente sobre unos pocos, que todo lo que sucede no parezca debido al azar, a la fatalidad, sino que sea obra inteligente de los hombres. Y por esto es necesario que desaparezcan los indiferentes, los escépticos, los que usufructúan el escaso bien que procura la actividad de unos pocos, y que no quieren cargar con la responsabilidad del mucho mal que su ausencia de la lucha dejan que se prepare y se produzca.