Óscar Lucien
Antropólogos y sociólogos tienen convincentes
argumentos para explicar la presencia del humor en los actos velatorios;
también, seguramente, consideraciones que expliquen la impresionante
mutabilidad de un chiste. Apenas habían transcurrido setenta y dos horas del
fallecimiento de Hugo Chávez ya corría una versión atribuida a Nicolás Maduro,
en su discurso de ilegítima juramentación en la Asamblea Nacional como
Presidente y Comandante de la FAN: “Presidente
Chávez, usted ofrendó su vida y se inmoló para dejar a Venezuela al borde del
abismo, juro con esta Constitución y con Diosdado a mi lado que, con mano dura,
daremos un paso adelante”.
Para muchos, la verdad contenida en esta pieza
mutante de humor universal, asociada siempre con sátrapas que toman el poder
por asalto, tiene expresión objetiva en la realidad actual al considerar el
complejo, delicado y delirante momento que vive Venezuela con la muerte de
Chávez y el dispositivo de perversa manipulación electoral con la que el
gobierno instrumentaliza su fallecimiento.
Decía Pier Paolo Pasolini que “una vida, con todas
sus acciones sólo es descifrable plena y verdaderamente después de la muerte:
en este momento, sus tiempos se estrechan y lo insignificante desaparece”. La muerte
es el episodio definitivo que clausura todas las potencialidades, el momento final
del debe y el haber de cada ser humano. Sin embargo es muy difícil contemplar
un saldo, siquiera provisional, cuando todavía el difunto permanece en capilla
ardiente y una mitad del país expresa su dolor mientras la otra se mantiene
expectante respetuosa del duelo oficial, y el país entero víctima de la despreciable
operación que ha convertido el luto en una fase determinante de la contienda
electoral convocada.
¿Legado o legajo? ¿Contribuirá la muerte de Hugo
Chávez para reconciliar a los venezolanos y acercar a esas dos mitades
contrarias que contemplan su cuerpo en un ataúd? ¿Con la desaparición física de
Hugo Chávez se entierra el anacrónico militarismo que tiene en jaque la
República, y que en medio del duelo ha tenido una de sus más grotescas
manifestaciones, con la declaración del Ministro de la Defensa de “vamos a
darle en la madre a los fascistas”, dirigida a los venezolanos demócratas? ¿Cómo
valorar la arenga, de otro Ministro, el de Comunicación, en la misma cola de
los cansados compatriotas que hacían su fila para ver al fallecido, con la
consigna “Chávez te lo juro, mi voto es por Maduro”? ¿Cómo interpretar la
presencia en el velatorio de los más altos representantes de los Poderes Públicos
portando el brazalete, insignia de los violentos golpistas del 4F? Así como
ocurrió con Juan Vicente Gómez respecto del siglo XX, ¿con la muerte de Chávez
entrará Venezuela, finalmente, en el siglo XXI?
He aquí el planteamiento de fondo: legado o legajo. Promotor
del proceso constituyente que llevó a la Constitución de 1999, imprescindible
punto de encuentro de todos los venezolanos, dinamitado por su verbo excluyente
y talante autoritario, la muerte de Hugo Chávez transmuta el legado en un pesado
legajo de violaciones a la Constitución.
Uno muy pesado, el culto a su personalidad. Él y sus
más cercanos seguidores, de espaldas a una vital enseñanza histórica del siglo
XX, el oprobioso periodo de José Stalin. En 1956, a apenas tres años de
fallecido “Koba el terrible”, Nikita Kruschev denuncia los crímenes de Stalin,
da testimonio de los horrores del régimen y advierte de lo nefasto del culto a
la personalidad para la causa del Socialismo. La hiperbólica decisión de
embalsamar el cadáver de Chávez, su predecible guarda en el Panteón Nacional hecho
a su medida y la eventual “musealización” (sic) del Museo Militar, del despacho
presidencial y todo lo materialmente “musealizable” (sic) nos empujan por un
tobogán del tiempo que desemboca en la Plaza Roja de Moscú, donde hoy,
paradojas de la vida, se hacen trabajos para mudar del cuerpo embalsamado de
Vladimir Lenin.
El otro legajo, pesado fardo, la beligerancia
política de los militares, tercos violadores del art 328 de nuestra Constitución
que los obliga a estar al servicio del Estado y en ningún caso a persona o
parcialidad política alguna.
El turbulento presente obliga a la ciudadanía de
verdadero talante y vocación democrática a asumir la Constitución como el
legado que nos permita a los venezolanos retomar el sendero de la libertad y la
democracia y desde el respeto a los derechos, deberes y garantías consagradas
en la Carta Magna comprometernos en el logro de “la mayor suma de felicidad”
para todos los venezolanos y, muy en particular la de los compatriotas más
pobres, atrapados en las redes de una retórica y memoria de un personaje que
los condena a ser pobres para mantener viva la impostura de su liberación.
@olucien
El Nacional, 15 de marzo de 2013