septiembre 02, 2011

Arquetipos de censura 


HÉCTOR FAÚNDEZ LEDESMA 



li Ferzat, un caricaturista sirio, publicó un dibujo en el que se puede apreciar a Bashar al Assad pidiéndole una colita a Muamar Gadafi, mientras el último huye despavorido de Libia, en busca de asilo. No cabe duda de que el dibujante supo captar perfectamente la agitada situación en la región, así como las implicaciones que las protestas populares podrían tener para el futuro del dictador sirio. Pero lo que no midió Ferzat fueron las consecuencias que, bajo un régimen tiránico, asustado y carente de sentido del humor, podía acarrearle ese tipo de expresión artística; lo que no pudo prever fue la forma brutal en que suelen reaccionar los esbirros de una dictadura que comienza a derrumbarse, para proteger de la crítica, y especialmente la satírica, a su amo y señor.

Ali Ferzat, que había sido amenazado de muerte por Sadam Hussein, esta vez no logró eludir a la víctima de sus sarcasmos. Luego de propinarle una paliza, de quemarlo con cigarrillos, de romperle un brazo y los dedos de una mano, sus agresores lo amenazaron con romperle ambas manos para evitar que vuelva a dibujar. En todo caso, tuvo más suerte que Ibrahim al Qashoush, un célebre compositor sirio que también se oponía al régimen y que fue hallado muerto, con las cuerdas vocales cortadas.

Ferzat no es el primero ni será el último que sufra las consecuencias de expresar sus ideas. Tampoco es Siria el único reducto del mundo donde se persigue y castiga a quienes osan hacer uso de la crítica y de la sátira política para referirse a los que mandan.

Ni las tiranías son una novedad, ni la censura es un invento del siglo XXI. No somos los ciudadanos del continente americano quienes debamos sentirnos escandalizados por una práctica que no es infrecuente en la región, y que nos sitúa más cerca de la barbarie que de la civilización. No hay que viajar demasiado lejos para descubrir a nuestros propios Ferzat, y a los muchos que, a diferencia suya, se sienten cohibidos e intimidados ante los recursos de que dispone el Gobierno para silenciarlos.

Ali Ferzat tuvo el coraje de utilizar su arte y su talento para burlarse de un tirano acosado por las demandas de democracia del pueblo sirio. Aunque él sabía que su atrevimiento tenía un precio, no se amilanó; antes de dejar hablar a su conciencia no sacó cuentas ni calculó los negocios que iba a perder con el régimen. No es frecuente que, como en la plaza de Tiananmen, un ciudadano se pare en el camino de los tanques llamados a reprimir a la población, pero esa es la fibra moral que hace que la vida sea digna de ser vivida.

George Bernard Shaw sostenía que el asesinato es la forma más extrema de censura. Por el momento, los venezolanos no hemos llegado a ese extremo.

Sin embargo, hemos sufrido el cierre de televisoras y radioemisoras, hemos visto la agresión física de periodistas honestos por funcionarios del Gobierno que sólo desean oír la versión oficial, estamos expuestos a las amenazas de agresión física a través de mensajes y programas de televisión y algunos de aquellos ciudadanos que se han atrevido a levantar su voz han sido encarcelados, sin una firme reacción social, como un hecho que ya forma parte de lo cotidiano. Son distintas manifestaciones de la intolerancia y la censura.

Ni Venezuela es Siria, ni Bashar al Assad es el déspota que nos ha tocado como jefe del Estado. Pero no hay motivos para sentirse orgullosos, ni para asumir que el nuestro es un gobierno respetuoso de las ideas ajenas. Por el contrario, en un clima enrarecido por un discurso que pregona el odio y el pensamiento único, tenemos que defender nuestras libertades, e impedir que se continúen erosionando las bases de la democracia. 
El Nacional, 2 de septiembre de 2011


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